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No, en la vida no hay amor

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En la vida no hay amor, no como lo entendemos los seres humanos. Hay integración, una palabra menos poética, tal vez, pero capaz de sostener con éxito todo el entramado vital. En esencia, la integración consiste en un conjunto de reglas que los individuos de una especie han de seguir para asegurar la preservación del sistema social al que pertenecen (y en otro nivel, reglas que las diferentes especies han de seguir para asegurar la preservación del ecosistema social que las acoge a todas ellas, en última instancia todo el planeta). No pueden resistirse a ellas, o no les resulta fácil ni conveniente hacerlo, porque lo contrario sería poner en peligro su propia vida. Las reglas vienen grabadas en sus genes, cierto, pero no son una imposición. Ellos mismos ayudaron a crearlas. En la vida, individuos y grupos están ligados por relaciones de interdependencia codificadas en lo más profundo de su ser, que se convierten en unas u otras normas de comportamiento según el contexto. La resistencia a dichas normas es posible pero tiene un precio. Siendo en su mayor parte el resultado del azar (mutaciones), se cobra muchas vidas (la mayoría de las mutaciones terminan con la muerte prematura del ser vivo). La resistencia es, por otra parte, necesaria. Sin ella los sistemas sociales no podrían ajustar su regulación interna a las demandas de un entorno cambiante. Gracias a ella, individuos y sistemas sociales se adaptan y evolucionan.

Las reglas integradoras son sólidas porque están expuestas a un control de calidad muy bien diseñado, un filtro evolutivo llamado selección natural. Los cambios son lentos y no siempre tienen éxito. Empiezan con algunos individuos mutantes que introducen nuevas prácticas en un sistema que sigue funcionando con las reglas antiguas. Su reto es amplificar una nueva manera de ser y hacer sin cargarse demasiado pronto al sistema que les da cobijo. El ímpetu por un cambio rápido puede llevar a la destrucción de todos, mutantes incluidos. La lentitud en hacerlo puede ser igualmente catastrófica, especialmente en el caso de cambios externos muy rápidos. Tener éxito es una cuestión de manejar bien los tiempos, de sostener tanto como sea necesario un acoplamiento útil entre dos formas de ser y hacer que suele terminar con la desaparición de una de ellas. Antes de cargarse el viejo sistema los nuevos deben afianzar su posición, desarrollar nuevos procesos y estructuras que sirvan no sólo para ellos, sino para todos. En todo este proceso, la colaboración de unos y otros es fundamental. 

Y no, no hay amor en estos procesos, no como lo entendemos los seres humanos, es sólo integración, una fuerza que acompaña a la vida desde sus inicios. Y con todo, la vida es una historia de éxito, fascinante, enamorante. Los individuos tienden a diferenciarse no sólo como consecuencia de mutaciones, también como resultado de sus experiencias. El azar los lleva a estar en lugares distintos, en los que se encuentran con individuos y objetos distintos. Las reglas codificadas en sus genes nos les dicen exactamente cómo deben responder, una cierta variabilidad en la respuesta es posible, incluso en seres tan minúsculos como una bacteria. Con el tiempo, la vida de cada uno de ellos es diferente a la de otros miembros de su grupo o especie. Una respuesta individual novedosa, amplificada por otros miembros del grupo, puede introducir una nueva forma de hacer las cosas. Tal vez la novedad no pase a la siguiente generación, tal vez sí. 

Sí, en la vida cada individuo es diferente, cada individuo desarrolla una identidad y voluntad propias, cada individuo “sueña” con un mundo en el que su ser ocupa un espacio propio, en el que es aceptado, reconocido, respetado por aquellos que le acompañan en su viaje. Lo cual no es fácil de conseguir, pues en la vida no hay amor, sólo diferenciación e integración. La vida nos permite diferenciarnos, nos permite ser lo que podemos/queremos llegar a ser, pero nos obliga a integrarnos, y a la vida no le importa cuán respetuosa con cada uno es esta integración, solo le preocupa que las reglas sean sólidas y pasen el filtro evolutivo. Deja a los individuos ganarse el respeto o la posición que creen merecer, y les permite para ello participar en un juego de influencia mutua que, en realidad, está sesgado por algo que los humanos llamamos poder, algo que decanta la balanza de la influencia hacia los más poderosos, algo que casual o causalmente no se distribuye por igual entre todos los individuos. Claro que la vida no determina totalmente las fuentes de poder, al menos no para todas sus criaturas. Ni tampoco dice cómo afrontar esos juegos de influencia. Competir con otros individuos por una posición es ciertamente una opción, de la que la vida ofrece numerosos ejemplos, pero también lo es cooperar y no faltan ejemplos que así lo muestran.

La integración requiere en muchos casos acordar más capacidad de influencia, más poder, a los individuos más fuertes, más habilidosos, más inteligentes, a los individuos mejor dotados para asegurar que el sistema mantiene su integridad incluso ante situaciones que pueden llegar a ser muy adversas. Y no, no hay amor en estos procesos. Sólo un poderoso deseo de sobrevivir, de perseverar en su ser y seguir adelante. Por eso, la vida no tiene problemas en asignar las mejores tareas y los mejores recursos a los individuos más poderosos, todo para asegurarse de que serán ellos quienes transmitirán sus genes a las siguientes generaciones. A la vida no le importa cuál puede ser el destino de un individuo concreto, pero se esfuerza como nadie en asegurar un buen futuro para un sistema social que acoge decenas o miles individuos. Si el sistema no sobrevive, tampoco lo hará ninguno de ellos. ¿Quién podría juzgar a la vida por actuar así? La vida nos permite diferenciarnos, ser lo que queremos ser, pero nos obliga a integrarnos, a seguir las reglas que garantizan la supervivencia de los sistemas mayores de los que formamos parte, en última instancia las reglas que mantienen la vida en todo el planeta. ¿No será esta exigencia tal vez un acto de amor?

No, en la vida no hay amor, sólo diferenciación e integración, influencia y poder. Y con todo, no es la vida quien decide las fuentes de poder, no es ella quien dice quién debe tener poder ni qué privilegios deben tener los poderosos. No es la vida quién decide cómo llevar a cabo la integración, ni qué límites hay que poner a la diferenciación. De todo eso se encarga la evolución. La vida sólo se preocupa de asegurarse que los sistemas vivos superan esa prueba. En la vida el poder es una herramienta para facilitar la integración, sí, pero también lo es para asegurar que la diferenciación respeta la voluntad de los individuos de alcanzar su potencial, de llegar a ser todo lo que pueden ser. Los individuos tienen poder para afirmarse a sí mismos, para cuestionar el sistema e intentar cambiar sus reglas. El sistema permite todo eso que, en última instancia, es la base de su capacidad de adaptación y de su posibilidad de evolución. Pero mantiene suficiente poder para poner límites y asegurarse de que la autoafirmación individual no lo destruye. No siempre lo consigue, como sabemos. Por eso, la vida se diversifica, crea continuamente nuevas especies, nuevos sistemas. “La vida crea (continuamente) las condiciones para sostener la vida”.

La vida se ocupa de la vida y, por tanto, de todos los seres vivos. Ha creado las herramientas para que cualquier sistema vivo pueda florecer: diferenciación e integración, influencia y poder, competición y cooperación. Pero no es ella quién dice cómo utilizarlas, deja a cada sistema vivo que siga su propio camino, que encuentra su manera de ser y prosperar. A la vez que le advierte de que tenga cuidado, de que utilice estas herramientas con sabiduría. De lo contrario, no pasará el filtro evolutivo, y desaparecerá. Algunos seres vivos cuentan con una valiosa herramienta adicional: la conciencia. Y con ella, la posibilidad de crear reglas que desbordan a la propia vida, que conforman un ámbito nuevo al que los humanos llamamos cultura. La vida reconoce y acepta esas reglas aunque en algunos casos, en muchos lugares y momentos de la historia, han llevado a la muerte a miles o millones de personas. Con sus nuevas reglas el ser humano ha prosperado como nunca antes lo había hecho ningún otro ser vivo, o al menos eso es lo que él cree. En realidad, la integración a través de las reglas culturales está resultando bastante difícil, entre otras razones porque la diferenciación es cada vez mayor, la autoafirmación individual está rompiendo todos los límites, la ética (entendida como conjunto de reglas culturales con una gran capacidad integradora) está siendo fuertemente cuestionada, la competición por imponer una determinada visión del mundo está alcanzando niveles muy altos de belicosidad (hasta el punto de hablar de guerra cultural). 

Ante todo esto, la vida no hace nada, no tiene el poder de cambiar nada. Sólo puede repetir una y otra vez que la competición y la cooperación son dos formas válidas de afrontar nuestras relaciones, que ambas contribuyen a una buena integración siempre y cuando la cooperación no anule la voluntad de autoafirmación individual, no anule el poder de los individuos para diferenciarse y llegar a ser todo lo que pueden ser; siempre y cuando la competición no supere ciertos límites como el respeto por quien es diferente, el respeto por su vida y por su derecho a una vida digna. Integrar lo diferente es el principio y esencia de la vida, es lo que la vida es. Es lo que muchas tradiciones han llamado Amor. La Conciencia, por su parte, es el camino hacia el Amor, pero tratándose de un camino largo, a los seres humanos nos queda todavía bastante trecho por recorrer. 

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