Conflicto en Sistemas Vivos (1)
En todo sistema vivo social existe una tensión inherente debida a la presencia de dos fuerzas opuestas que actúan sobre sus miembros. El propósito de todo sistema vivo es seguir vivo, mantener y si es posible mejorar su autonomía, su capacidad para obtener la información y energía que necesita de su entorno. Este propósito, implícito en su propia constitución como sistema vivo, conlleva una voluntad de afirmación de sí mismo, una voluntad de hacer todo aquello que esté a su alcance para seguir vivo y preservar su identidad. Ahora bien, esta voluntad de autoafirmación no es exclusiva de los individuos que conforman un sistema social, está igualmente presente en el sistema como totalidad, pues también es un sistema vivo. Ambos, individuos y sistema, buscan perseverar, mantener su identidad, mejorar su autonomía y bienestar. Así que, por una parte, el sistema ejerce una presión sobre los individuos para que sus comportamientos se coordinen y se acomoden a sus necesidades. Por otra parte, cada individuo, en tanto que sistema vivo y autónomo, actúa o pretende actuar desde su propia voluntad, desde su propia necesidad de perseverar en su ser y afirmarse en su identidad, lo que no siempre coincide con la necesidad integradora del sistema. Estas dos fuerzas (autoafirmación individual e integración social), presentes en todo sistema vivo social, desde una colonia de hormigas hasta un grupo de seres humanos, suelen chocar entre sí generando una tensión en el sistema que los individuos perciben como propia.
En su desarrollo evolutivo, los sistemas sociales se han ido haciendo cada vez más complejos creando estructuras con más niveles organizativos y mayor diferenciación en tareas y procesos. Esta diferenciación es el resultado de las interacciones entre los individuos del sistema, que a su vez no pueden evitar verse afectados por ella (causalidad circular). Su capacidad expresiva aumenta con la aparición de nuevas posiciones sociales, a la par que la creatividad asociada a su voluntad de autoafirmación les lleva a proponer continuamente mejoras y cambios que enriquecen el propio proceso de diferenciación. Al ocupar una posición social adecuada a su identidad, un individuo no sólo desarrolla su potencial expresivo, como recompensa por su contribución también recibe del sistema los recursos que necesita para su supervivencia y bienestar. En un sistema social suficientemente diferenciado para acoger (gran parte de) la diversidad individual, y suficientemente integrado para cubrir todas las funciones que necesita para mantener su autonomía y bienestar (lo que favorece el bienestar de todos sus miembros), apenas existiría tensión social (tema de muchas utopías). En la práctica, sin embargo, ningún sistema social ha sabido resolver completamente este problema, seguramente porque sin una mínima tensión estructural los sistemas vivos perderían gran parte de su capacidad adaptativa.
La diferenciación estructural en un sistema vivo incluye posiciones que implican la realización de mejores tareas (ligadas al éxito reproductivo y alejadas del peligro exterior) y que llevan asignadas más y mejores recursos. Siguiendo su voluntad de autoafirmación los individuos tratan de ocupar las posiciones más ventajosas, lo que les lleva inicialmente, y ocasionalmente, a competir entre sí. En muchos casos la competición es simplemente el propio juego de interacciones e influencia mutua que se da en todo sistema social, y por el cual algunos individuos acaban ocupando una posición más ventajosa. La competición, en la que intervienen factores como el tamaño, la edad, la inteligencia, etc., existe sólo mientras es necesario decidir algo, y termina una vez que se toma la decisión. En la medida en que todos los individuos participan por igual en dicho juego, esos sistemas sociales se llaman igualitarios (es el caso, p.ej. de las abejas). En otros muchos casos, la competición sí implica enfrentamientos directos entre individuos por los que unos ganan y otros pierden. El combate termina cuando una de las partes hace algún gesto que se identifica con sumisión. En ese momento, la otra parte se sabe ganadora y pasa a comportarse de forma dominante con quien fue derrotado. El resultado de estos combates es la creación de una estructura social vertical que se conoce como jerarquía de dominancia, y que se utiliza para distribuir las posiciones y los recursos del sistema entre sus miembros (es el caso, p.ej. de las avispas del papel).
Es importante señalar que la competición en sistemas vivos es en todos los casos parte de un proceso cuyo fin último es mantener la integridad del sistema, facilitando el reparto de tareas y la distribución de recursos. Sea a través de formas de influencia suave, como las que encontramos en sistemas igualitarios, o a través de enfrentamientos directos que desembocan en relaciones de dominación/sumisión habituales en sistemas jerárquicos, la competición siempre termina con la creación de una estructura organizativa, más o menos horizontal/vertical, que favorece la integridad y efectividad del sistema, del que finalmente se benefician todos los individuos. En sistemas igualitarios, la competición da pronto paso a una cooperación sólida entre sus miembros. En sistemas jerárquicos, por el contrario, es habitual que se generen conflictos ocasionales por el poder. Sin embargo, y esto es un punto importante del que nos hemos alejado los seres humanos, los conflictos en sistemas vivos “están ritualizados para minimizar lesiones y evitar la muerte. La selección natural, afirma Marinoff (2014), ha favorecido una enorme variedad de ritualizaciones de conflicto cuyo propósito es mantener el orden social”. En sistemas vivos, la competición tiene, por tanto, unas reglas muy claras que imponen límites a lo que pueden hacer las partes contendientes. No consiste en ningún caso en vencer y destruir al adversario. Al contrario, al igual que la cooperación, la competición responde a una estrategia evolutiva para facilitar la coordinación e integración de un sistema expuesto a la dispersión de voluntades individuales que podrían destruirlo.
Conflicto en Sistemas humanos
De acuerdo con numerosos estudios, todo parece indicar que las primeras tribus de seres humanos eran bastante igualitarias. Probablemente existía alguna forma de diferenciación vertical, con posiciones de más valor o prestigio, como jefe de clan, chamán, diversos tipos de líderes (guerrero, buscador, organizador, etc.), pero las personas no llegaban a ellas tras una dura competición por ver quién era el más fuerte, sino como resultado de interacciones de cooperación e influencia en las que los individuos mostraban y valoraban su mayor o menor desempeño en la realización de las tareas. Quienes finalmente ocupaban esas posiciones estaban al servicio del grupo y, aunque su elección podía ser motivo de orgullo y conllevaba algunas ventajas, también tenían que asumir pesadas cargas y obligaciones.
En algún momento de la historia (que muchos estudiosos sitúan en el Neolítico, cuando algunos grupos de cazadores-recolectores domestican animales y plantas y generan, sin proponérselo, un excedente económico que permite una mayor diferenciación del trabajo y la aparición de las primeras clases sociales) (2) ocurre un cambio fundamental en cuanto a la manera de organizar y estructurar las comunidades humanas (un cambio que ha resultado ser crítico para comprender la persistencia y dureza del conflicto en sistemas humanos). Uno de los hechos más relevantes es la aparición en aquella época de jerarquías de dominancia de tipo grupal, por las cuales determinados grupos con ciertas características (sexo, etnia, edad, clase social, etc.) ocupan posiciones de mayor poder y estatus en el sistema social. Hasta ese momento, en todos los grupos humanos las jerarquías de dominancia habían sido individuales, al igual que ocurre en el resto de sistemas vivos. Con este nuevo modelo de dominancia, las posibilidades de un individuo para acceder a determinadas posiciones sociales ya no vienen dadas por sus capacidades o méritos, sino por su pertenencia a alguno de los grupos con más estatus. Resulta interesante notar que esta situación se mantiene todavía en la actualidad, a pesar de todos los esfuerzos por establecer el mérito individual como principal puerta de acceso a las diferentes posiciones de la estructura social.
En segundo lugar, los grupos con más poder empezaron a acaparar privilegios que se negaban al resto de grupos. Y para defender sus privilegios no dudaron en utilizar todos los medios a su alcance, pudiendo llegar a extremos de enorme violencia y brutalidad. De nuevo, se trataba de algo inédito que nunca antes se había dado en sistemas vivos sociales, tampoco en los primeros grupos humanos. Recordemos que en sistemas vivos, las jerarquías de dominancia son el resultado de procesos autoorganizados en los que participa todo el sistema, tienen como fin facilitar los procesos de coordinación e integración, están sujetas a cambios continuos con los que asegurar su capacidad adaptativa, y son reacias a los abusos de poder. Con la aparición de las primeras jerarquías de dominancia grupal desaparecieron muchas de las características que daban sentido evolutivo a las jerarquías de dominancia naturales. De la dominancia se pasó a la dominación. Para mantener su poder y sus privilegios, los grupos poderosos no sólo recurrieron a la fuerza, creando y manteniendo una clase guerrera privilegiada cuya función no era tanto la defensa del sistema como la defensa de quienes lo gobernaban. También crearon y difundieron todo un conjunto de ideas con las que justificar y legitimar su posición dominante, su poder y sus privilegios. Estas ideas consiguieron instalarse en todos los grupos sociales a través de la educación y de estrictas prácticas de socialización. El resultado de todo ello fue que los sistemas sociales basados en la dominación se alejaron de la vida, perdieron su capacidad para autoorganizarse y adaptarse a nuevas situaciones, dejaron de ocuparse del bienestar de todo el sistema provocando continuas rebeliones entre las partes más desfavorecidas, y se hicieron cada vez más insostenibles, teniendo que recurrir a la guerra con otros pueblos vecinos para obtener la energía y los recursos que necesitaban. Un despilfarro insostenible en el tiempo y con consecuencias terribles para muchas personas.
La aparición de sistemas de dominación alteró también las relaciones de influencia y competición que, hasta entonces, se habían mantenido en la esfera individual y con unos límites claros impuestos por el propio sistema. Mientras que en los sistemas vivos sociales la competición forma parte de todo un conjunto de interacciones que, en la mayoría de los casos, son de tipo ritual y tienen como finalidad favorecer la integridad del sistema, bajo las nuevas reglas culturales de los sistemas de dominación, individuos y grupos desarrollaron formas de competición e influencia que podían llegar a ser extremadamente violentas, incluyendo la tortura y la muerte atroz de quien dejaba de considerarse un adversario para convertirse en un enemigo. El respeto por la vida y la dignidad del otro, a quien hasta entonces se reconocía como un miembro más de un sistema social que se sostenía con la contribución de todos, deja de ser un límite insuperable en un sistema en el que la competición tiene como único objetivo ganar y, si es necesario, destruir a quien se atreve a cuestionar o amenazar lo que somos o queremos ser. La ruptura de los límites naturales de la competición (el respeto por la vida y la dignidad del otro desde la comprensión de que su participación es necesaria para el buen funcionamiento de una totalidad que nos incluye a todos) ha tenido, y sigue teniendo, consecuencias terribles para los seres humanos y sus comunidades.
Unas estructuras que favorecen a determinados grupos en detrimento de otros, un conjunto de ideas y prácticas sociales que sostienen dichas estructuras, una competición sin límites por defender o cuestionar diferentes maneras de ser y de hacer, éste es el legado de unos sistemas de dominación que, aún suavizados en la actualidad en sistemas formalmente democráticos, todavía no han sido capaces de desterrar muchas de sus insidiosas reglas. Comprender este legado es fundamental para comprender las causas de cualquier conflicto entre seres humanos. Cierto que a lo largo de la historia siempre ha habido personas y grupos con el conocimiento, la conciencia y la capacidad necesarias para contrarrestar las ideas y las malas prácticas culturales de los sistemas de dominación, para hacernos ver el daño que hacen (a todos, también a los poderosos y a quienes más se benefician de su posición), y para proponer alternativas (en general, interesantes desde el punto de vista teórico, pero con poco éxito en cuanto a su aplicación práctica). Si no hemos avanzado todo lo que sería de desear tal vez sea, primero, porque todavía no hemos alcanzado la suficiente conciencia para reconocer que ésta es una tarea que compete a todas las personas que conforman un sistema social, nadie puede quedar excluido de un proceso de cambio que requiere de la participación de todos, de los que tienen poder y de los que no lo tienen. Segundo, porque no hemos aprendido las lecciones que nos muestra la vida con el ejemplo de tantos sistemas vivos, en los que la integración no implica igualación o igualitarismo, sino que conlleva un reconocimiento por lo diferente y por su capacidad de aportar desde un lugar diferente. Participación, diferenciación e integración son los aspectos fundamentales que determinan la salud y bienestar de todo sistema vivo, los sistemas humanos no deberían ser una excepción.
Una mirada integral al conflicto
En un sentido básico, los seres humanos compiten (3) entre sí por ocupar en un sistema social aquellas posiciones/roles que mejor les permiten ser quienes son (identidad, autoafirmación), a la vez que les proporcionan los recursos que necesitan para mantener, y mejorar cuando sea posible, su autonomía y bienestar. Esta competición básica (que no siempre implica conflicto) se basa en el hecho de que los seres humanos somos muchos y diferentes, mientras que las posiciones valiosas a ocupar son limitadas en cualquier sistema social. El temor a que sean otros quienes decidan por nosotros lo que podemos ser, pensar o hacer, nos lleva a luchar/competir por una posición social dominante desde la que proteger nuestra identidad y asegurar nuestro bienestar. Esta competición no ocurre sólo en sistemas sociales jerárquicos, donde las posiciones con mayor poder y privilegios son conocidas. Se da igualmente en sistemas sociales formalmente horizontales en los que la necesidad de conseguir unos objetivos, que sus miembros consideran valiosos, les lleva a generar una serie de creencias internas, inconscientes, sobre el valor relativo de las aportaciones de los demás en la consecución de tales objetivos (expectativas de desempeño), generando así una jerarquía de estatus que suele pasar desapercibida. A las personas con más estatus les resulta más fácil ser como son (identidad) y asegurar recursos valiosos (bienestar).
Las diferencias que existen entre las personas juegan un papel fundamental en este proceso de competición que, si no hacemos nada para evitarlo, puede derivar en conflicto. La presión integradora de todo sistema social obliga a sus miembros a aceptar unas reglas que necesariamente implican renuncias y cambios en la manera de ser, pensar y hacer de muchos de ellos. Desde un punto de vista energético, lo más cómodo es no tener que cambiar, que sean otros los que lo hagan. Si la diversidad en un sistema social es pequeña, la integración se realiza a través de reglas (acuerdos) que son fáciles de aceptar para la mayoría de sus miembros (apenas tienen que cambiar, así que el gasto energético es pequeño). Cuando la diversidad aumenta, cuando en un sistema se dan formas de ser, pensar y hacer que son muy diferentes entre sí, resulta más difícil integrar todas ellas de una manera que satisfaga a todos. Alguien tiene que ceder, renunciar a algo que considera importante, y esperamos no ser nosotros. La única manera de asegurarnos de que esto sea así es acumular poder. Desde una posición de más estatus podemos influir en los demás para que sean ellos quienes cambien, para que acepten unas reglas que nosotros proponemos.
Con todo, nunca podremos estar seguros de que no aparezca alguien con más poder que nos obligue a cambiar. Por esto, en un sistema social con mucha tensión estructural, en el que los individuos sufren tanta presión para satisfacer las demandas del sistema que se ponen en peligro sus propias necesidades, el simple encuentro con el otro diferente genera en muchos casos desconfianza. No sabemos si la diferencia que trae mejora o no afecta a nuestra posición en el sistema, en cuyo caso no tendríamos problemas en valorar y agradecer su presencia, o si conlleva elementos que ponen en peligro dicha posición, en cuyo caso se convierte inmediatamente en una amenaza. La percepción del otro diferente como una amenaza es el punto de partida de un proceso que, según como evoluciona, llamamos conflicto. El tipo de respuesta que demos a esta situación de tensión inicial es clave para poder hablar del conflicto como una oportunidad de aprendizaje y crecimiento, o como un proceso destructivo en el que todos salimos perdiendo. Nuestra experiencia con el conflicto suele ser dolorosa. Incluso desde una posición ventajosa nos resulta difícil escapar al daño que otras personas nos pueden hacer.
En última instancia todos los conflictos involucran a personas. Arnold Mindell (2004) dice que “detrás de los problemas más difíciles hay personas, grupos de personas que no se llevan bien unos con otros”. Con todo, aunque el conflicto se dé en nuestras relaciones personales directas y lo vivamos intensamente como algo personal, normalmente es un reflejo de la naturaleza de los sistemas sociales que hemos creado. Respondemos con un conflicto personal a fuerzas impersonales sobre las que no podemos influir y mucho menos controlar. Sin darnos cuenta, podemos estar proyectando nuestros conflictos internos como si otras personas fueran las causantes de ellos, reaccionando violentamente a la tensa dinámica de un campo grupal que se ha ido conformando desde voluntades individuales seguramente bondadosas pero también ignorantes, dando forma y expresando elementos culturales que resultan ofensivos para otras personas, o sufriendo estructuras opresivas de las que no somos conscientes. Para entender el conflicto entre personas, en grupos, o entre grupos, es necesario examinar la totalidad en la que éste se desarrolla, entender el sistema o sistemas en los que surge. Es necesaria una aproximación integral.
El sociólogo noruego Johan Galtung (1969) fue de los primeros en analizar el conflicto más allá de la violencia directa, física o verbal, observable en las conductas de las partes en conflicto, para introducir dos elementos nuevos, causantes en parte de la violencia física visible: la violencia estructural y la violencia cultural. Todo conflicto entre partes ocurre en un contexto más amplio en el que operan estructuras de tipo social, económico o político que pueden ser opresivas, que hacen difícil que las personas puedan satisfacer en ellas necesidades fundamentales. Dichas estructuras encuentran a su vez apoyo en creencias y valores culturales que legitiman la violencia existente y que son asumidas en mayor o menor medida por las personas. Este análisis es igualmente válido para explicar el conflicto en grupos y organizaciones. Lo que surge como un conflicto entre dos o más personas de un equipo, motivado por diferencias de opinión o de carácter, bien podría ser el resultado de importantes deficiencias estructurales en la organización, o de una cultura grupal o corporativa que favorece la competición entre las personas o fomenta la circulación de estereotipos y prejuicios. Por otra parte, si tenemos en cuenta que las personas respondemos a determinadas situaciones siguiendo patrones aprendidos en un determinado contexto cultural (roles) con significativas diferencias de poder (estatus), muchos de los conflictos interpersonales pueden considerarse en realidad como conflictos entre roles con estatus e intereses diferentes. En última instancia son, por tanto, conflictos culturales.
La siguiente tabla, basada en la idea de los 4 cuadrantes de Ken Wilber, nos permite ofrecer una aproximación integral al conflicto, a partir de categorías tan sencillas como individuo/colectivo e interior/exterior. Aunque el conflicto suele percibirse primero como una dificultad o tensión que tienen unas personas con otras (conflicto interpartes, en el cuadrante superior derecho de la tabla), lo cierto es que las causas reales pueden estar en otros lugares de la tabla, como hemos comentado en el párrafo anterior. Puede ocurrir que el sistema genere tensión como consecuencia de una estructura (reglas, procedimientos y prácticas) que resulta inefectiva y que obliga a las personas a dar de sí más de lo que pueden dar, o por la existencia de una cultura que se apoya en una comunicación y en unos valores que conllevan cierta violencia implícita, o por una distribución del poder que conlleva privilegios para una parte del sistema que otros consideran desmedidos, abusivos e injustos. Por último, cabe añadir que no sólo el sistema es generador de tensión. También los individuos contribuimos a los conflictos desde nuestra inseguridad y temor a lo desconocido, nuestra poca voluntad para aprender de cada situación y experiencia, nuestra dificultad para hacer una gestión inteligente de las emociones, nuestra ignorancia sobre el funcionamiento de la psique humana especialmente en situaciones de tensión y, sobre todo, nuestra facilidad para olvidarnos de que somos seres humanos que en cada momento hacemos las cosas lo mejor que sabemos.
Notas
(1) Este artículo se refiere principalmente a las causas del conflicto dentro de un grupo o sistema social. Algunas de estas causas son igualmente válidas para conflictos inter-grupos, sin más que considerar como totalidad el ecosistema en que dichos grupos operan. La diferencia es que un ecosistema, con ser un sistema complejo, no es un sistema vivo y carece, por tanto, de una voluntad propia de autoafirmación.
(2) Véase Sidanius y Pratto (2001)
(3) Los sistemas dominación se mantienen gracias a un conjunto de creencias fuertemente arraigadas que llevan a muchas personas a aceptar, e incluso internalizar, la dominación, aún cuando claramente va en contra de sus intereses como parte de grupos desfavorecidos. Este tipo de creencias lleva a muchas personas a evitar la competición con quienes tienen más poder o parecen tenerlo (estatus), mostrando sumisión ante dichas personas o grupos. Pero eso no quiere decir que estas mismas personas no compitan con otras de igual estatus por el reparto de las posiciones disponibles para ellos.
Referencias bibliográficas
Cornelius, Helena y Faire, Shoshana (1995) Tú Ganas, Yo Gano. Cómo resolver conflictos creativamente… y disfrutar con las soluciones. Gaia Ediciones
Forsyth, Donelson R. (2010) Group Dynamics. Wadsworth ed.
Galtung, Johan (1969) Violence, peace, and peace research. Journal of Peace Research, 6, pág. 167-191
Marinoff, Lou (2014) Biological Roots of Human Conflict. Journal of Conflictology. Volume 5, Issue 2
Mindell, A. (2004) Sentados en el fuego. Cómo transformar grandes grupos a través del conflicto y la diversidad. Ed. Icaria.
Sidanius, J. & Pratto, F. (2001) Social Dominance: An Intergroup Theory of Social Hierarchy and Oppression.Cambridge University Press
Weeks, Dudley (1993). Ocho pasos para resolver conflictos. Vergara editor